Pintura de Teotihuacán
 

EL UNIVERSO DE QUETZALCOATL

LAURETTE SEJOURNE

INTRODUCCION

EL ANTIGUO MEXICO sorprendió a los europeos por el lugar desmesurado que asignaba a las cosas divinas. Era un mundo en el que la marcha del Cosmos estaba considerada como un asunto de Estado y donde había leyes que regían la búsqueda espiritual de los ciudadanos. Una tierra que, por su intimidad con el cielo, había derogado lo profano. Poblaciones vueltas hacia el infinito que respiraban normalmente en el aire rarificado de lo sagrado.

De ahí el horror y la fascinación que despierta el universo precolombino. De ahí también tantas equivocaciones. Porque los sacrificios humanos, que siguen escandalizándonos, no pueden explicarse más que en el seno de una comunidad, para la cual el afán de trascendencia asumía una realidad difícil de concebir en una época idólatra de lo mundano como la nuestra.

El hecho de que para instaurar el terror necesario a sus fines de dominación social los aztecas hayan recurrido a imágenes del simbolismo religioso, pone de relieve la vitalidad de este simbolismo. Sería difícil imaginar a políticos de una sociedad pragmática invocar, para su propaganda, la necesidad del perfeccionamiento interior.

Ello no significa, de ningún modo, que los grupos que los aztecas encontraron a su llegada al Altiplano creyeran en la grosera materialización de su misticismo: al contrario, es la resistencia a esta degradación lo que permitió las "traiciones" de los autóctonos en favor de los españoles, sin las cuales la Conquista sería inconcebible. Suponer una aceptación universal de las proclamas aztecas en cuanto a la antropofagia solar es no sólo condenarse a no comprender nada de esta antigua visión de la existencia; es también escamotear a la historia una de las más patéticas y más instructivas experiencias que el hombre haya intentado jamás.

Al terminar la Conquista, la cultura prehispánica debió aparecer muerta para siempre: un pueblo proclamado inferior y quemado en su rostro con la marca infamante de la esclavitud; una religión rebajada al nivel de brujería; creencias calumniadas y perseguidas; un alto pensamiento totalmente desvirtuado. Los libros de las bibliotecas habían sido quemados en las plazas públicas como obra del diablo; los viejos sabios, guardianes de la tradición, desaparecidos; las obras de arte destrozadas, fundidas o ahogadas en los lagos.

Además, para prevenir todo rescate, los conquistadores acostumbraban edificar sobre los escombros de las ciudades aniquiladas. De ahí que en el vasto territorio que cubría el antiguo México, no hubiera un palacio, un templo contemporáneo de la Conquista que se conozca de otro modo que por descripción.

Para mayor desgracia, los documentos de que dispusieron los cronistas posteriores a la Conquista no trataban, precisamente, más que de las manifestaciones culturales desaparecidas. En efecto, la historia que algunos estudiosos españoles y autóctonos se esforzaron por reconstituir, con la ayuda de los últimos sobrevivientes y de antiguos manuscritos, antes de que éstos fueran destruidos, no pudo extenderse más allá del décimo siglo de nuestra Era, ni referirse más que a la parte central de México. Porque, establecida por el pueblo que dominaba Mesoamérica en el siglo XVI, la historia precolombina se limitaba a relatar las vicisitudes que habían conducido a los aztecas a la cabeza de un Imperio y a recordar las luchas por la hegemonía política que tuvieron lugar, sin interrupción, a partir de esa época entre las tribus nómadas recientemente llegadas –entre las que se encontraban los aztecas– y los herederos de la antigua civilización.

Como es natural, la ascensión se operó por medio de un desencadenamiento de fuerzas guerreras, las cuales provocaron la completa desaparición de los grandes centros urbanos surgidos en el Altiplano desde el siglo X. Una vez que las ciudades de los últimos vencedores fueron convertidas en ruinas por los europeos, esta región fundamental para el desarrollo del pensamiento, resultó ser la más estéril en vestigios arqueológicos.

La ausencia de obras humanas tuvo un efecto funesto: así amputados, los últimos cinco siglos de vida precolombina se redujeron a los relatos de actividades belicosas que marcaron a los indígenas con los signos de una irresistible vocación sanguinaria. Esta amputación se transformó en un arma en manos de conquistadores, deseosos de presentar sus actos como manifestaciones de la justicia ultraterrena. Sus propósitos fueron, además, grandemente facilitados por el hecho de que, una cincuentena de años antes de su irrupción en estas tierras de América, los aztecas, sometiendo a su voluntad de poder ideales espirituales profundamente enraizados, habían logrado implantar un régimen de terror comparable a las peores dictaduras modernas. Evitando escuchar las voces de las víctimas y sin tener en cuenta las contradicciones internas que provocaba tal estado de cosas, los españoles no tuvieron más, para convencer al Occidente de la barbarie de los pueblos descubiertos, que considerar como manifestaciones religiosas las proclamas políticas aztecas acerca de la necesidad divina de muerte y de pillaje.

Cimentada por sus propios destructores, la última fase histórica vino, pues, a constituir todo el pasado autóctono. Un pasado monolítico, sin perspectiva, como emergido de la nada por estar desligado de las manifestaciones culturales que lo habían engendrado.

Esto hizo, de una parte, que no pudiendo ser confrontados más que con la realidad social inmediata que los traicionaban, los preceptos de la antigua religión fueron totalmente incomprendidos; de otra, que, a falta de pruebas, la grandeza de la civilización desaparecida fue, o bien negada, o bien aceptada como dogma.

Piénsese en la dificultad que habría para comprender los principios de la doctrina cristiana, en una Europa devastada primero por un militarismo autóctono actuando en nombre de Cristo, y convertida después a una fe adversa. Para seguir el paralelismo agreguemos a esto el factor de la desaparición de los monumentos posteriores al Renacimiento, así como la ignorancia de que las iglesias románicas y góticas fueran frutos de la misma doctrina.

Sin embargo, gracias a una circunstancia inesperada que vino a frustrar el encarnizamiento de los conquistadores, tanto indígenas como extranjeros, esta cultura que parecía condenada al silencio perpetuo, eleva hoy día más y más en alto su voz, en una lenta pero firme resurrección. Porque si ignoramos todo acerca de las ciudades destruidas por las hordas guerreras desde el siglo X, en cambio nos familiarizamos, cada día más, con los lugares desde entonces abandonados.

Primeramente aislados y sin ligazón interna, estos testimonios silenciosos que van emergiendo en el corazón de la selva virgen, sobre las cimas de las montañas o del seno de las tierras de labor, han terminado por constituir un conjunto cuyo parentesco cultural fue señalado, desde el fin del siglo pasado, por el incomparable americanista Eduard Seler (1849-1922). La historia de la arqueología de los últimos cuarenta años no es más que el descubrimiento progresivo de las relaciones que mantenían entre ellos, en esas épocas lejanas, los diversos grupos étnicos y de la universalidad de un pensamiento único que cada grupo expresó por medio de un estilo personal.

La lectura de las fechas que los mayas inscribieron con profusión sobre sus monumentos permitió localizar en el tiempo esta masa de vestigios hasta entonces perdida en las brumas de la leyenda. Se logró, de esta suerte, precisar que la actividad creadora de ese pueblo habitante del sur de México y de la América Central se atendió, aproximadamente, entre los siglos IV y IX después de Cristo.

Por otra parte, las excavaciones realizadas en el país maya proporcionaron objetos provenientes de otras zonas que permitieron establecer valiosos paralelismos cronológicos sobre toda Mesoamérica. Estos paralelismos demostraron que es en el curso de los ochos primeros siglos de nuestra Era cuando el pensamiento precolombino conoció su más potente esplendor, porque en ese lapso fueron establecidas las bases culturales que subsistieron hasta la llegada de los europeos.

Los siglos siguientes conocerán sólo "renacimientos", más o menos brillantes, de antiguos estilos; a tal punto que los textos concernientes al periodo azteca resultan, palabra por palabra, aplicables a las costumbres mortuorias, a los juegos, a la indumentaria, a los rituales, a la organización social, a la jeroglífica o a la planificaci6n de las ciudades más antiguas.

Esta victoria de la arqueología abre una amplia vía de comprensión porque los escritos encuentran, al fin, una correspondencia íntima con las obras de arte. Es claro que la perspectiva de un poema cantando, por ejemplo, los combates entre Caballeros Águilas y Caballeros Tigres cambia, según que se confronte, bien con los sacrificios humanos en vigor en la capital azteca, bien con el pacifismo militante de una ciudad sagrada como Teotihuacán, anterior aproximadamente en catorce siglos y donde las exploraciones descubrieron la existencia de esa misma Orden de Caballeros.

Gracias a los estudios minuciosos y apasionados de varias generaciones de investigadores, se ha salvado, así, el obstáculo que hacía imposible toda verdadera aproximación a los escritos y a los vestigios arqueológicos. Una vez superada la desnivelación temporal que los separaba, los dos tipos de evidencias descubren una vitalidad sorprendente: iluminadas por los mitos, las viejas piedras vibran en todos sus signos, mientras que con la ayuda de los jeroglíficos, los textos se salvan del enigma para convertirse en el eco de una bella plenitud de pensamiento.

El cuadro que se desprende de ese trabajo comparativo posee, desde ahora, una solidez y una profundidad incuestionables.

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El número de monumentos que los pueblos de Mesoamérica crearon, sin interrupción, durante los ocho primeros siglos de nuestra Era, es prodigioso: el subsuelo de México y de la América Central está literalmente pletórico de ruinas provenientes de ese periodo. Numerosas son las regiones que ignoran hasta los más superficiales reconocimientos arqueológicos y más numerosas aún las zonas catalogadas, que razones económicas impiden descubrir. Pero la cantidad de material de que hoy se dispone es ya enorme.

Debe observarse, sin embargo, que la arqueología está, por si sola, en la imposibilidad de alcanzar jamás una síntesis de algún interés para el conocimiento del hombre: las manifestaciones que le corresponde analizar no pueden, sin la ayuda de otras disciplinas, revelar más que los aspectos menos significativos de la existencia. Esta limitación de la arqueología –esperamos demostrar después su riqueza de posibilidades– implica un grave peligro porque, en su loable deseo de ser útil, el especialista se inclina a negar lo esencial que se le escapa y a juzgar como determinantes factores sin importancia real. De ahí la multiplicación de las clasificaciones y estadísticas acerca de detalles circunstanciales, de códigos cifrados cuya penosa lectura no revela más que el color de un tiesto o la forma de una olla; de esos meros ejercicios técnicos sin finalidad fuera de sí mismos, que aquejan a la ciencia arqueológica: al proliferar como células malas, estos ejercicios tienden a invadir el organismo vivo con el cual se termina por confundirlo. En efecto, el material de las exploraciones así examinado, no es más elocuente acerca de la vida que representa que lo que sería, para la apreciación de un idioma, la acumulación incoherente de términos reunidos al azar ya que, al igual que las palabras, los objetos no son susceptibles de adquirir un mínimo de sentido más que en función directa de la estructura a la cual pertenecen.

Esta estructura interna es generalmente ofrecida al arqueólogo por la historia política o el pensamiento religioso. Por diversas razones, la primera es aquí de una débil eficacia. En cuanto a la segunda, la única fundamental para Mesoamérica, es la que ha sufrido más en su integridad. Sepultado bajo el peso de la incomprensión, de los prejuicios o de la más patente mala fe, su mensaje no es de fácil acceso. Su redescubrimiento no puede lograrse más que al precio de un incansable trabajo comparativo entre las distintas clases de documentos de que se dispone: los textos, de una parte, los jeroglíficos que abundan sobre el material arqueológico, de otra; los códices, en fin, libros pintados según el sistema jeroglífico y que constituyen un puente entre ellos.


 
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