La selección que aquí presentamos constituye el Capítulo IX de la obra del estudioso alemán Hans Dietrich Disselhoff (1829-1903) Las grandes civilizaciones de la América Antigua, publicada en castellano por Aymá editora, Barcelona, 1975.

 
EL IMPERIO DE LAS CUATRO PROVINCIAS DEL MUNDO O IMPERIO DE LOS INCAS
H. D. DISSELHOFF

Al principio, las condiciones geográficas de la región del altiplano peruano, en donde, gracias a la lluvia, la agricultura no dependía estrictamente del sistema de riego artificial, no favorecieron, como lo habían hecho en la zona costera, la aparición de centros urbanos, que, tarde o temprano, debían llegar a unirse para constituir Estados. Las gentes de esta región no tenían, pues, necesidad de concentrarse en las proximidades de los sistemas de irrigación, ni de defender las salidas y las ramificaciones de éstos. Por otra parte, como también eran pastores, tenían al principio más tendencia a vivir alejados unos de otros que a fundar poblados. Es mucho más difícil hacerse una idea acerca de la evolución cultural de los pueblos del altiplano que de los de la costa, puesto que allí los hallazgos son menos abundantes y menos fáciles de interpretar, y, por ello, en la carta arqueológica del Perú existen muchas más zonas en blanco en las regiones montañosas que en las del litoral.

Según sus posibilidades, muy distintas de unos lugares a otros, los habitantes de estas zonas, agrupados en tribus de poca o mediana importancia, cultivaban la patata y la (c)oca, el maíz o la quinoa, y criaban la llama y la alpaca; por todas partes era practicada la cría del cerdo, cuya carne comían. En época de guerra, los grupos locales se reunían, y tal vez elegían entonces a los jefes militares. Por otra parte, los jefes de clan poseían la máxima autoridad dentro de tales antiguas sociedades. Fue de una de estas tribus de la montaña de donde surgió la rama de soberanos de los incas. Cuzco, su capital, se encontraba situada en un valle de altura que gozaba de una situación y de un clima favorables; puede suponerse que un poco después de la fundación de la capital de los chimúes, comenzó a desarrollarse en este valle una ciudad-Estado, más pequeña que Chan Chan, y organizada de un modo distinto.

De ahora en adelante, ya no vamos a tener necesidad, como sucedía en los capítulos anteriores, de basarnos exclusivamente en los vestigios arqueológicos, puesto que varios testimonios oculares nos han descrito el esplendor del Imperio inca. La primera historia detallada de los incas está contenida en la obra escrita en 1554 por el honorable soldado Cieza de León, y se basa en un profundo conocimiento de todas las comarcas del Perú. El virrey español de este país encargó a Pedro Sarmiento de Gamboa escribir su Historia del Imperio inca, la cual, una vez terminada, fue sometida a la aprobación de cuarenta y dos indígenas notables, quienes la encontraron buena y verídica. Los eclesiásticos que conocían bien la lengua inca, se han esforzado en sus crónicas en aproximarse lo máximo a la realidad. La raza elegida por el destino para gobernar el conjunto del Perú, y más tarde la costa del Océano hasta las laderas de los Andes, y para colocar bajo el dominio del dios del Sol los grandes territorios de los países vecinos (al menos durante un centenar de años), permanece en la más absoluta oscuridad, pero sus orígenes deben ser situados a finales del siglo XII, pues fue en esta época cuando el antepasado mítico de los incas fundó la ciudad santa de Cuzco. Ni los descubrimientos arqueológicos ni la tradición histórica permiten aclarar por completo el problema referente al lugar de donde procedía este linaje de monarcas, que eran a la vez jefes militares. A partir de cierta época, los incas se atribuyeron un origen divino para justificar de esta manera su derecho al poder, pero sus antepasados no habían sido más que simples jefes de clan, sobre los cuales no tenemos mayores conocimientos que sobre otros jefes del mismo carácter que gozaban de un gran prestigio en sus tribus montañesas, porque poseían muchas llamas y porque en las hostilidades entre las pequeñas comunidades se habían cubierto de gloria.

No hace aún mucho tiempo, se creía que no existían en ningún lugar del valle de Cuzco, punto de partida del poderío inca, vestigios significativos de la cultura de Tiahuanaco que hubiesen podido dar una base histórica a la leyenda según la cual los incas procedían de la región del lago Titicaca; en las proximidades de Cuzco no habían sido descubiertos más que tres vasos decorados en un estilo tiahuanaco auténtico. Durante las excavaciones realizadas hace poco más de unos diez años en las proximidades de la fortaleza inca de Sacsahuamán, que domina la ciudad, fue hallado por el arqueólogo peruano Valcárcel un fragmento de cántaro auténticamente inca, y cuya decoración, representando símbolos típicos de la cultura de Tiahuanaco, podría ser considerada como la reproducción de la pintura de un vaso preincaico, que un ceramista inca pudo haber visto en Tiahuanaco. De todas maneras, es de creer, que durante la época de Tiahuanaco, ya vivían en el valle de Cuzco algunas tribus sobre las cuales no fue ejercida la poderosa influencia de esta civilización.

Pero, desde hace algunos años, se ha notificado con frecuencia en la Prensa peruana, que en varios lugares del valle en cuestión habían sido descubiertas capas más o menos gruesas con fragmentos de cerámica tiahuanacoide, ya fuese durante la construcción de carreteras, ya, ocasionalmente, gracias a excavaciones arqueológicas. Este hecho me fue confirmado personalmente por el joven y brillante arqueólogo de la Universidad de Cuzco, Chavaz Ballon, durante mi estancia, desgraciadamente demasiado breve, en esta ciudad en 1953, mostrándome fragmentos de cerámica en los que aparecía una decoración de un estilo próximo al de Tiahuanaco. El jefe de una expedición de la universidad californiana de Berkeley enviada al Perú, se puso en contacto con Chavaz Ballon en 1954, el cual dejó generosamente sus hallazgos a la disposición de los americanos, para que éstos pudiesen realizar el estudio científico de los mismos. Y como nadie es profeta en su tierra, y los jóvenes todavía menos, Ballon supuso que sería concedido mayor crédito a la opinión de los arqueólogos extranjeros que a la suya. En efecto, éstos pudieron advertir la presencia de capas de fragmentos de cerámica indudablemente tiahuanacoide en varios lugares del valle de Cuzco; el estilo de todos los objetos que han sido hallados hasta el presente está mucho más próximo al estilo de Huari, anteriormente citado, que al estilo clásico de Tiahuanaco, y este hecho podría apoyar la teoría según la cual la antigua ciudad de Tiahuanaco no había sido el punto de partida de una cultura, sino únicamente un lugar de peregrinación.

Los niveles arqueológicos más antiguos de la región de Cuzco fueron descubiertos por primera vez por Rowe, en Chanapata, en el año 1940, sobre una eminencia situada al norte de la ciudad, y perteneciente a una civilización que ha recibido el nombre de este yacimiento. En Chanapata existían paredes de sostén hechas de grandes guijarros y de arcilla, que rodeaban las plataformas construidas en los patios situados por debajo del nivel del suelo. Los cadáveres descubiertos en esta ciudad estaban en posición encogida, y sus tumbas carecían de ajuar funerario. Sin embargo, Rowe pudo encontrar en los montones de detritus del mismo lugar fragmentos de cerámica negra adornada con grabados simples o con decoraciones plásticas, así como algunos huesos de llama. En otros lugares del valle de Cuzco han sido descubiertas algunas capas pretiahuanacoides análogas a las capas de Chanapata. Una capa más reciente, que Rowe sitúa en un "período inca antiguo", y que debió de durar aproximadamente del 1200 hasta finales del siglo XIV, contenía restos de objetos de metal y de cerámicas cuyas formas hacen pensar en las cerámicas de la época siguiente de Cuzco. Además, las pinturas geométricas que las decoran se parecen a las pinturas de los vasos de esta época, aunque son menos finas y de una ejecución menos esmerada. Los constructores del "período inca antiguo" no emplearon todavía, en apariencia, las piedras talladas que son características de la época de expansión del Imperio inca. Pero en esta época existían tumbas con cámaras sepulcrales hechas de albañilería tosca y provistas de falsas bóvedas, en donde los difuntos, envueltos en esteras y en tejidos, se encontraban en posición encogida, lo mismo que los de las tumbas del período inca ulterior. Dichas sepulturas del "período inca antiguo" de Rowe tienen analogías con las "habitaciones-tumba" que se hallan en las alturas de la cuenca del lago Titicaca, y que a menudo son verdaderas torres, redondas o cuadradas, a las que se denomina chulpas; algunas datan del período inca, y están hechas a base de piedras planas cuidadosamente talladas. Advirtamos que los fragmentos de cerámica "inca antigua" procedentes del valle de Cuzco están emparentados con las cerámicas de las torres funerarias de la región del lago Titicaca.

Lo mismo que en los comienzos de la historia de todos los pueblos de la tierra cuyo pasado ha tenido gran importancia, la historia más antigua de los incas está rodeada de mitos, y las numerosas leyendas que la relatan fueron creadas en época de su máximo esplendor, con el fin de explicar ciertos hechos políticos y religiosos.

Manco Capac, el monarca cuyo nombre figura en primer lugar en todas las listas dinásticas, aparece como una especie de semidiós. Según la leyenda, salió de una gruta de la montaña con siete hermanos y hermanas. Éste es un tema que ha servido muchas veces para explicar el origen de dinastías poderosas, y que también aparece en México. Dos de los hermanos de Manco sufrieron una metamorfosis mítica, después de que la familia se hubo desembarazado de otro, cuya ferocidad temían. Entonces quedó sólo con sus hermanas; se desposó con la más fuerte y valiente de ellas, y acto seguido sometió el fértil valle de Cuzco. En una leyenda se cuenta la siguiente terrible escena: durante una batalla, Mama Ocllo, la cruel antecesora de la dinastía de los Incas, arrancó las entrañas de un enemigo, tomó su corazón y sus pulmones en una mano, y sopló en los pulmones para hincharlos; después, blandiendo un propulsor de jabalina en la otra mano, se precipitó sobre los hombres del ejército contrario, los cuales, asustados por su terrible aspecto, emprendieron la huida. Según otras leyendas, la ocupación del valle de Cuzco por los primeros incas tuvo lugar de un modo pacífico. En todo caso, es cierto que sus antecesores debieron el poder que ejercían sobre los jefes indígenas de este valle a su valor y a su inteligencia, gracias a lo cual se distinguieron de la población campesina, y pudieron finalmente convertirse en una casta dominante.

El nombre de Manco no procede del quechua, la lengua del pueblo inca. Este hecho ha incitado a algunos americanistas a atribuir un origen extranjero al antepasado de la dinastía de los Incas. Capac significa poderoso, el poderoso, el ilustre. El hijo de Manco Capac y de su hermana se llamaba Sinchi Roca. Sinchi era un título que significaba héroe guerrero, y su memoria ha permanecido viva en la conciencia del pueblo, como nos lo muestra el hecho de que hayan sido conservados sus restos mortales. Estos restos se encontraban, al parecer, entre las momias de monarcas descubiertas siete años después de la Conquista por el licenciado Polo de Ondegardo en una localidad de los alrededores de Cuzco, en donde los indios los habían colocado para evitar que fuesen profanados por los españoles violadores de tumbas.


40-41. Retratos populares españoles de reyes incas.


42. Tejido adornado con personajes mitológicos. Pachacamac.


43. Ruinas de Sacsahuamán

También fue encontrada entonces la momia del tercer monarca inca Lloque Yupanqui. Su hijo Mayta Capac ("Muchacho poderoso") fue glorificado por la leyenda como un Hércules que había venido al mundo con todos los dientes, y que a la edad de dos años ya sostenía luchas con los adolescentes; cuando todavía era un muchacho, venció a una tribu enemiga, acrecentando de este modo el poder de su pueblo. Los siguientes sucesores de Mayta realizaron a su vez varias campañas, probablemente campañas de rapiña como las realizadas por las demás tribus montañesas, y no verdaderas guerras de conquista. El sexto monarca, Inca Roca, fue el primero en llevar el título de Inca. La palabra inca, que frecuentemente es utilizada para designar a todo un pueblo, no correspondía al principio más que a un título que recordaba primero al Sapay Inca, al "Inca único", y después a la nobleza de sangre inca, y se ha conservado hasta el presente en algunas localidades del valle de Cuzco, en donde se aplica a los alcaldes y gobernadores elegidos por los clanes.

El séptimo Inca, según las listas genealógicas, fue Yahuar Huacac, "El que llora sangre", y a él se refieren una serie de leyendas que no tienen gran interés. Su hijo tomó el nombre del dios creador de los Incas, Huiracocha, puesto que éste se le había aparecido durante la víspera de una batalla y le había ayudado a lograr la victoria. Parece ser que Gonzalo Pizarro, uno de los hermanos del conquistador del Perú, hizo morir en la hoguera a los indios de ambos sexos que se negaron a decirle dónde se encontraba la momia cubierta de joyas de oro de Huiracocha; aunque al fin acabó por descubrirla y la hizo destruir por el fuego. Una crónica nos cuenta que sus cenizas fueron adoradas más tarde por los indígenas, y este hecho es muy característico del prestigio semidivino de que gozaban los Incas entre los suyos. En época de los virreyes españoles, quienes se esforzaron en luchar con todas sus fuerzas contra la idolatría, y particularmente en cortar el culto a los Incas, estas cenizas sagradas fueron por fin confiscadas y dispersadas a los cuatro vientos.

Durante el reinado de Huiracocha, algunas tribus de los indios aymarás pidieron apoyo a los incas, y fue entonces cuando éstos comenzaron a extender su dominación más allá de la barrera de las montañas situadas al sur de su territorio primitivo, límites que antes nunca habían franqueado. Cuando Huiracocha no fue más que un débil anciano, los chancas, indios guerreros de las tierras situadas al Noroeste del país inca, penetraron con un ejército en este territorio, y cuando llegaron a las puertas de Cuzco, Huiracocha, junto con el heredero del trono, Orco, emprendieron la huida. La ciudad fue liberada por uno de sus hijos menores, Yupanqui, quien la sometió con la ayuda de dos generales que habían dado pruebas de su valor en la guerra. Después se coronó Sapay Inca, y recibió el glorioso sobrenombre de Pachacutic, o sea el de un salvador y reformador.


44. Ollantaytambo.

Y es con el usurpador Pachacutic (1438-1471) cuando se inicia la historia relativamente digna de crédito de los incas, tal como la consignaron los cronistas españoles del siglo XVI. En efecto, en esta época existían todavía muchos hombres cuyos padres habían visto a Pachacutic, y que podían hablar de sus obras. En algunas crónicas españolas aparece pintado como un personaje cruel, pero tal vez sea éste un juicio tendencioso, puesto que también le son atribuidas un buen número de obras pacíficas; a partir de su época, los pueblos vencidos, que estaban obligados a pagar tributo, fueron integrados sólidamente en la comunidad inca. Durante los últimos años del reinado de Pachacutic, su hijo Topa, o Tupac, uno de los personajes más brillantes de la historia inca, mandaba sus ejércitos en la guerra, mientras que él se ocupaba en reorganizar las escuelas de la nobleza (que habían sido creadas bajo el reinado del Inca Roca), y en otras obras. Entre otras cosas, hizo trazar planos de barro en relieve de las nuevas provincias conquistadas, y erigir columnas en todo el país, que permitían observar el curso de los grandes astros. "Cada mañana y cada tarde tenía la costumbre de observar la posición del sol. De esta manera sabía cuándo era la época de plantar las semillas y cuándo la de la recolección. Conocía las horas de las puestas de sol, y observaba también la luna nueva, la luna creciente y la luna llena. E hizo elevar tales "relojes" en las cimas más altas de las montañas, allí por donde se levantaba o se ponía el sol", como podemos leer en una crónica. Pachacutic Inca murió en 1471, cuando ya hacía siete años que su hijo Tupac Yupanqui guerreaba para él. Los españoles hallaron su momia, que estaba adornada con las insignias de la majestad real, envuelta en suntuosos vestidos, y cuyos ojos eran de oro. El imperio de Pachacutic se extendía desde las orillas del lago Titicaca hasta la frontera norte del actual Ecuador. Tupac Yupanqui, el "soberano rico en honores", lo ensanchó considerablemente por el sur, hasta el interior del actual Chile. Fue también durante su reinado cuando se conquistaron los Estados feudales chimúes, cuya organización tal vez sirviese de modelo a los incas. El pueblo montañés de la región de Cajamarca, aliado a los chimúes, había pedido apoyo a estos poderosos dueños del litoral para poder ofrecer resistencia al Inca. Una crónica nos cuenta cómo éste obtuvo la victoria cortando los canales que proporcionaban agua a la costa; y, como explica Sarmiento de Gamboa, Tupac incluso hizo armar balsas de guerra para conquistar las islas del Pacífico. En su época, la administración del Imperio inca debió de estar ya tan bien organizada, que le permitió permanecer ausente durante largos meses. Según las crónicas, fue el único inca que se aventuró a internarse en el mar. Sarmiento de Gamboa, que era entendido en materia de navegación, intentó averiguar cuáles eran las islas que había tenido la intención de conquistar, pero todavía hoy en día se ignora de cuáles se trataba.

Tupac Yupanqui intentó también penetrar en la zona de selva situada al este de su Imperio; pero los incas jamás lograron asegurar su dominio en esta región situada más allá de los Andes y poblada por indios guerreros; aunque, probablemente, algunas poblaciones de estos últimos se vieron obligadas a pagarles tributos. En la selva se encontró gran abundancia de cosas muy codiciadas en aquella época, como maderas exóticas, plumas para los tocados y metales preciosos. Algunas de las fortalezas que dominan las gargantas orientales fueron construidas probablemente por orden de Tupac, el cual debió una gran parte de las anexiones realizadas en unos pocos decenios a negociaciones pacíficas. La gran época de los incas no está colocada únicamente bajo el signo de las conquistas guerreras, sino que también nos ofrece muchos ejemplos de adquisiciones territoriales realizadas de una manera pacífica, gracias al superior prestigio de los soberanos, y a una organización y una administración de primer orden. Se supone que la momia de Tupac fue quemada por los generales de su nieto Atahualpa, durante la guerra civil que sostuvieron contra el soberano legal, Huáscar, puesto que temían que este despojo mortal estuviese todavía provisto de la fuerza del monarca que en otro tiempo había gozado de tanto poder.

Huayna Capac (1493-1527) es, en verdad, una de las figuras más problemáticas de la estirpe de los Incas; era todavía un muchacho cuando recibió la herencia que para él habían creado su abuelo y su padre. Huayna significa "adolescente", y este nombre le fue dado porque al principio de su reinado reprimió victoriosamente las rebeliones que se produjeron en varias provincias del gigantesco Imperio inca, conquistadas desde hacía poco; se apoderó de la provincia, todavía independiente, de Guayaquil, y finalmente llegó a repeler a los chiriguanos, una tribu de los guaraníes, indios guerreros cuyas correrías ponían en peligro desde hacía ya varios años a las tribus de los bosques del Este del imperio. Hacia 1523, los chiriguanos, siempre ávidos de cobre y de objetos de oro, realizaron incursiones, por cuarta vez, en el territorio que bordeaba la frontera de los incas. Algunos hombres blancos, náufragos de la flota de Antonio de Solís, cruzaron con ellos la selva de este a oeste; conocemos el nombre de uno de ellos: Alejo García. Un cronista nos informa que este hombre había jugado un importante papel en una de las bandas expedicionarias de chiriguanos, lo que no les impidió, llegado el momento, asesinarle.

La reputación de riqueza que poseía el gran Imperio inca se extendió hasta muy lejos: por el este hasta Paraguay, y por el norte por lo menos hasta Panamá, y Núñez de Balboa, que descubrió el "Mar del Sur" (es así como los españoles llamaron al Océano Pacífico), oyó hablar ya de él, en 1513, a un jefe indígena. Trece años más tarde, Francisco Pizarro concluyó un tratado por el que le eran otorgados poderes para descubrir y conquistar este fabuloso país, que al fin debía caer en sus manos como un fruto maduro en 1532.

Fue bajo el reinado de Huayna Capac cuando se perfiló por primera vez la sombra del hombre blanco sobre este Imperio. No sabemos por qué este Inca pasó los últimos años de su vida en tierra ecuatoriana, muy lejos de la ciudad santa de Cuzco; vivió en donde se encuentra la actual ciudad de Cuenca, donde hizo edificar su residencia de Tomebamba, que se cree debió de ser magnífica. Acaso debió de ser una mujer, una hija del príncipe ecuatoriano, y una de las doscientas mujeres de su harén, quien le retenía en este lugar.

Algunos años antes de instalarse en Tomebamba, Huayna Capac, tras duros combates, logró adelantar la frontera norte del Imperio hasta el río Ancasmayo. Gracias a una serie de relevos de corredores, dispuestos de tanto en tanto en las rectas carreteras imperiales, estaba en contacto con casi todas las provincias de su territorio. Pero el sumo sacerdote residía en Cuzco, la ciudad santa, que estaba considerada como el corazón del Imperio; en este lugar se encontraba el templo más bello dedicado al dios del Sol. Varias crónicas nos cuentan que, en tiempos antiguos, los Incas reinantes hacían confesión de sus pecados a los sumos sacerdotes.

En todo caso, aun permaneciendo lejos de Cuzco, este gran monarca Huayna Capac había provocado sin duda el motivo para una futura guerra de sucesión, que parece no haber sido la lucha entre dos hermanos enemigos por lograr el trono, sino más bien una lucha entre el clero, que protegía a Huáscar, y los generales de Huayna Capac, cuyo candidato era Atahualpa, para conseguir el poder. Esta guerra permitió al aventurero Pizarro lograr la victoria de un modo tan fácil como él nunca hubiera podido esperar.

Lo mismo que el último soberano azteca Moctezuma II, Huayna Capac consultó los presagios sobrenaturales, los cuales le asustaron; cuando fue enterado de la expedición de Pizarro y sus trece compañeros a la zona costera (1526-1527), a los que habían denominado "españoles barbudos", cubiertos de pies a cabeza con gruesos trajes, y de sus navíos, que describían como casas misteriosas, consultó los presagios, que le asustaron, y este monarca, que había participado en centenares de combates contra los indios, lloró presa de mortal espanto.

"Cuando el Inca oyó tales palabras, quedó petrificado por el asombro, y se llenó de tal terror y tristeza que se encerró en su habitación y no salió de ella hasta la llegada de la noche. Entonces llegaron otros mensajeros enviados por los gobernadores de la costa, que le hicieron saber el modo como estas gentes habían penetrado en sus casas, y las habían saqueado. Nada hubiese podido hacer efecto sobre estas gentes, ni lograron intimidarles cuando les hicieron entrar en las casas en donde se encontraban las fieras salvajes del Inca. El monarca, al oír contar cosas tan inauditas, se puso fuera de sí y no logró articular una sola palabra; después ordenó a los mensajeros que repitiesen las noticias que traían. Ellos dijeron: "Oh Señor, no tenemos nada que contar; sólo que los leones y los demás animales salvajes que tú tienes allí, en tus palacios, rastreaban ante ellos sobre la tierra y movían alegremente la cola, como si hubiesen sido animales domesticados". Entonces, el monarca, fuera de sí, se levantó de su silla, sacudió su manto, y dijo: "¡Fuera, señores y adivinos! ¡No turbéis mi poder y mi fuerza!" Después se sentó en otro taburete, y se hizo contar por los mensajeros, una y otra vez, las noticias que traían, puesto que no llegaba a creer en tales sucesos nunca vistos e inauditos."

Otro relato, lleno de horror místico, nos cuenta una espantosa aparición que tuvo Huayna Capac, durante la noche, en un campo militar de la costa ecuatoriana; en ella vio cientos de millares de espectros rodear el lugar, las almas de los mortales que abandonaban la vida. Se nos cuenta que, aterrorizado por esta visión, levantó el campo y condujo su ejército a Quito, en la montaña. Todavía es más siniestra la leyenda relativa a su muerte: Un día apareció en Quito un mensajero al que nadie conocía, y que llevaba una capa negra, y una cajita que tendió al Inca, declarando que era enviado por el Creador; cuando Huayna Capac abrió la tapa de la caja, escaparon de ella polillas y mariposas nocturnas negras, que se pusieron a revolotear en torno a él, y que luego desaparecieron; éstas provocaron una epidemia mortal en el ejército, de la que también fue víctima el propio Huayna Capac.

El padre Cobo nos habla de las manifestaciones de duelo que tuvieron lugar en Cuzco después de la muerte del monarca: "Su muerte fue muy sentida de todos sus vasallos. Celebráronse sus exequias con grandes llantos y solemnidades de sacrificios; matáronse para su entierro mil personas para que le fuesen a servir a la otra vida (como ellos creían), y afirman que, con la opinión que tenían de su persona, recibieron la muerte con gran contentamiento, y que, además de los elegidos para ella, se ofrecieron otros muchos de su voluntad. Porque (según se pudo averiguar) este Inca fue adorado por dios en vida, diferentemente que los otros, y nunca con ninguno de sus predecesores se hicieron las ceremonias, que con él... Estaba su cuerpo más bien curado que todos, porque no parecía estar muerto, y sólo los ojos tenía postizos, tan bien hechos, que parecían naturales".

Según mis conocimientos, ninguna crónica nos dice que Atahualpa, un hijo favorito de Huayna Capac, de origen dudoso, hubiese seguido el cuerpo de su padre hasta Cuzco, y hubiese participado en las ceremonias fúnebres. En todo caso, su hermano Huáscar recibió en Cuzco, de manos del sumo sacerdote, las insignias del "Inca único". Por el contrario, Atahualpa permaneció en el Ecuador entre las tropas más aguerridas de Huayna Capac; tres de los principales generales de este último estaban a su lado. Se dice que cuando era todavía un niño, ya acompañaba a su padre en sus campañas.

Atahualpa probablemente no fue jamás a Cuzco, la capital de Huáscar, el Inca coronado que gobernaba las cuatro quintas partes del Imperio. Parece ser que los generales de Atahualpa le animaron a que se negase a rendir homenaje a su hermano, como éste quería que hiciese. Ni uno ni otro fueron capaces de darse cuenta del daño que los españoles representaban para el Imperio, sobre el que su padre había reinado durante treinta y cuatro años, a pesar de que ya habían oído hablar de estos inquietantes extranjeros. También se cuenta que dos españoles (probablemente se trata de Rodrigo Sánchez y de Juan Martín, a los que Pizarro había dejado en el país con ocasión de su primera expedición de reconocimiento del litoral) habían sido enviados por un príncipe vasallo de la provincia costera a la residencia ecuatoriana de Atahualpa, aunque no poseemos informes más precisos a este respecto. En todo caso, es verosímil que el hecho de haber visto de cerca a dos hombres extranjeros dejase a Atahualpa indiferente, puesto que pudo advertir que éstos no eran seres divinos, sino criaturas de carne y hueso. Los españoles no fueron calificados de Huiracochas (dioses) más que por las gentes de Huáscar, mientras que los partidarios de Atahualpa les denominaban simplemente "los barbudos", tal vez con un poco de desprecio.

Atahualpa se rebeló contra su hermano, y, después de una serie de fracasos iniciales sufridos en la provincia ecuatoriana de Cañar, cuyos jefes apoyaban a Huáscar (y de los que se vengó más tarde de un modo cruel, sin exceptuar a sus mujeres e hijos), sus generales, excelentes estrategas, lograron la victoria sobre su rival, que carecía de experiencia en la guerra, y le hicieron prisionero en 1532, siendo éste el fin. Saliendo de Quito con otro ejército, Atahualpa marchó lentamente hacia el sur y esperó a los españoles en Cajamarca, ciudad situada en la zona montañosa del Norte del Perú. Su pequeña tropa no estaba compuesta más que por unos setenta jinetes y ciento diez infantes. Tal vez el Inca estaba demasiado seguro de sí mismo después de la captura de Huáscar. Sus generales, que habían anonadado a todo el clan de su hermano en Cuzco en el curso de una espantosa matanza, estaban ocupados en someter el altiplano de la región del lago Titicaca. Sin hallar ninguna resistencia, los españoles llegaron ante Cajamarca después de una penosa marcha a través de los desiertos de la costa y de la zona alta. Hubiese sido suficiente a Atahualpa el hacer una seña para que fuesen puestos en mortal peligro cuando cruzaban los desfiladeros de las montañas; pero se limitó a hacerles llevar por medio de sus mensajeros modelos reducidos de fortalezas, tal vez con el fin de demostrarles que era poderoso, así como patos decapitados, los cuales, como todos los pájaros decapitados, debían servir para romper mágicamente el poder de los auxiliares sobrenaturales de los enemigos. En algunas narraciones se cuenta que Atahualpa quiso sacar provecho de las armas de los blancos, para lo cual les hizo saber la buena nueva de la captura de su hermano Huáscar.

Ni el propio Atahualpa podía llegar a sospechar que los españoles tenían la posibilidad de recibir refuerzos por mar. Como explica el historiador americano Kubler: "Según su experiencia y la de sus predecesores, ningún pueblo ni Estado de la costa podía extenderse tan lejos como lo hubiese deseado una comunidad unida y poderosa del altiplano, puesto que el Océano representaba una barrera infranqueable a su espalda, de cuyo lado no podía llegarles ningún auxilio. Su expansión tierra adentro se veía limitada por las montañas, en donde las gentes del altiplano gozaban de ventajas desde el punto de vista de la estrategia, tales como la posibilidad de controlar el agua de los nacimientos de los ríos costeros. Atahualpa consideró, pues, la presencia de los españoles como una amenaza insignificante llegada de la costa, y lo importante para él era combatir en la montaña".

He aquí, pues, por qué Atahualpa se dejó atrapar en una trampa, la misma que él creyó haber tendido a los españoles cuando, para poner de manifiesto su real majestad ante estos miserables extranjeros, entró en su ciudad de Cajamarca con un magnífico ejército, en procesión solemne, mientras que los servidores barrían ritualmente el camino ante la litera de este "Inca único" y semidiós, cuyo nombre, por una ironía del destino, significaba "aquel que da suerte en la guerra".

La señal de las hostilidades fue dada entonces por los españoles, no sin antes haber leído la solemne proclama por la que se reconocía al Rey Muy Católico el derecho que le había sido concedido por el Papa de reinar en los países nuevamente descubiertos, así como el de tener bajo su poder al divino hijo del sol, al Sapay Inca. ¿Cómo iba, pues, a comprender él un discurso tan arrogante? Se cuenta que arrojó la Biblia (que le tendía el capellán Valverde) al suelo de un modo airado.

El valor de los conquistadores se enfrió un tanto; y, de creer los relatos de los testimonios oculares, el ejército del Inca produjo en algunos gran espanto. No obstante, a la señal convenida, las dos mortíferas piezas de campaña de que disponían empezaron a tronar. Los soldados españoles salieron de emboscada, y las gentes de Atahualpa formaron con sus cuerpos una verdadera muralla ante la litera del mismo, pero se dejaron someter sin ofrecer la menor resistencia activa. Los restantes huyeron presas de pánico, y el Inca fue sacado de la litera mientras de su frente caía la insignia de su majestad, una trenza de lana de vicuña roja enrollada en torno a su cabeza y adornada con bellotas fijadas a pequeños tubos de oro.

Atahualpa no había buscado en modo alguno provocar iniciativas por parte de sus defensores, pues la voluntad de este aguerrido jefe militar quedó como petrificada ante lo desconocido. Ante sus propios ojos, su soberanía había sido desposeída, de un solo golpe, de su carácter divino por el inaudito sacrilegio que los extranjeros habían osado cometer; un sacrilegio que ningún Inca jamás hubiese creído posible. Sin embargo, para una parte de sus súbditos siguió siendo la encarnación terrestre de la divinidad del sol, y un semidiós al que había que venerar. En el cautiverio conservó toda su majestad, como le obligaba la educación que había recibido y su sangre real.

No se hizo bautizar hasta que se vio a punto de perecer en la hoguera, puesto que temía verse privado más tarde de las honras fúnebres de las cuales habían gozado todos sus antepasados. Durante su prisión, los nobles de su pueblo no se le acercaban más que con una carga a la espalda, los ojos bajos y los pies desnudos, con el fin de demostrarle su sumisión tal como lo exigía la costumbre. Los vestidos de que se despojó fueron quemados, para así evitar que fuesen profanados por el contacto de las manos de un mortal. El consejo de guerra de Pizarro no sólo le acusó de fratricida, sino también de conspiración contra el rey de España, de poligamia, de idolatría, y de otros delitos diversos, que jamás habían sido considerados como tales en el Imperio inca. Después que hubo aceptado el bautismo, fue condenado, como medida de gracia, al suplicio de garrote, muriendo en agosto de 1533.

No hubo verdaderas resistencias contra los arrogantes conquistadores españoles hasta después de la muerte de Atahualpa, el cual supo mostrarse más civilizado que los bárbaros blancos, conservando una actitud verdaderamente real mientras duró su cautiverio. Pero el sistema minuciosamente organizado del Estado inca, cuyo mecanismo continuó funcionando automáticamente en muchos de sus dominios, necesariamente debió perderse ante el hecho de que el jefe supremo del cual dependía su poder se mostró impotente en el momento decisivo.

El destino se decidió en favor de Pizarro, y designó el único momento que podía ser bueno para los españoles. Ya que si el conquistador hubiese esperado solamente seis meses para marchar sobre Cajamarca, difícilmente hubiese podido efectuar su golpe de mano. Mientras tanto, Atahualpa se hubiese dado perfecta cuenta de lo que realmente eran los españoles, y Pizarro le hubiese encontrado en el verdadero apogeo de su fuerza.

Después de la ejecución de Atahualpa, algunos jefes de sangre inca se resistieron a los conquistadores, y encontraron sus partidarios. El Estado inca, o más exactamente la corte, continuó subsistiendo hasta 1570 en la lejana provincia montañosa de Vilcabamba, cuyo territorio dominaba las gargantas boscosas del Este del Imperio. Allí fue a donde se retiró el Inca Manco Capac II, instalado en el trono por Pizarro, después de que, disgustado por el poder ficticio que ejercía por gracia del español, se rebeló y asedió en vano a Cuzco durante un año. Entonces hubiese podido tener mayor suerte para llevarse la victoria si la fuerza espiritual de la monarquía inca no hubiese sido mermada demasiado seriamente en el curso de los años precedentes. El ejército que combatía para él no era un ejército bien organizado, sino más bien una horda de paisanos armados que, cuando escaseaba el avituallamiento, se sentían más inclinados hacia la gleba de su país de origen que hacia la gloria guerrera y la gloria de su soberano. Manco Capac II fue nombrado Inca en 1534, tres años antes de que se retirase al país salvaje de Vilcabamba, y su coronación fue acompañada de las fiestas propias del caso. En torno a su cabeza llevaba la trenza de color púrpura adornada con ornamentos de oro que había sido la insignia real de sus predecesores.

Pero después de la matanza de Cajamarca, todas las nociones indias de justicia e injusticia fueron oscurecidas por el abuso de los invasores europeos, que eran los dueños del país. La excelente organización económica del Imperio había sido rota, y lo que quedaba no servía a los españoles más que para explotar mejor a los indígenas. Las antiguas leyes habían perdido mucho de su valor, y no se comprendían todavía las de la Iglesia católica. La clase de los servidores sin tierra, los yanacuna, comenzó a aumentar de un modo considerable poco después de la catástrofe de Cajamarca; algunos soldados españoles tenían hasta doscientos criados indios. Al amparo de sus nuevos dueños, estos proletarios indios desarraigados sabían que sus antiguos amos no podían ejercer la menor autoridad sobre ellos, y, traicionándolos y calumniándolos, contribuyeron grandemente a arruinar su prestigio, así como a asegurar el triunfo definitivo de los españoles. Por el hecho de que los yanacuna eran cada vez más numerosos, los campos se quedaban sin habitantes, y la agricultura fue descuidada. En cuanto a la cría de llamas, se vio muy comprometida por los actos extravagantes de la soldadesca victoriosa; se cuenta que cuando los gastrónomos querían comer un plato de médula, no dudaban en hacer matar una docena de estos animales.

El Imperio inca, en plena descomposición, no podía ofrecer ninguna resistencia al dinamismo de la expansión hispano-cristiana. La religión de la antigua aristocracia, el culto oficial al sol, no fue aparentemente observado más que en el lejano país de Vilcabamba y después de la conquista de esta provincia en 1570 desapareció por completo, si bien es verdad que la gran masa de indios del campo continuó porfiadamente practicando el culto preincaico de las divinidades locales (huacas), y el culto a los muertos, así como diversas supersticiones. Incluso parece ser que la influencia de los brujos y adivinos se acrecentó durante algún tiempo después de la ruina del clero aristocrático.

Vamos a mencionar un hecho, que por sí solo da testimonio de la gloria espiritual de que gozaba en el Perú la rama divinizada de los Incas: en 1572 fue hecho prisionero Tupac Amaru, último soberano de Vilcabamba, y un sobrino de Ignacio de Loyola lo llevó a Cuzco; allí le fue cortada la cabeza, quedando expuesta en la plaza del mercado de la ciudad, en donde la población india, a pesar de que ya hacía mucho tiempo que estaba en contacto con los españoles, le rindió los honores propios de un dios. Esto sucedía, pues, bastante tiempo después de la muerte de Atahualpa, es decir, después de varios decenios de dominación militar extranjera y de evangelización católica.

El poder del Imperio español, personificado por los virreyes y los sacerdotes, jamás logró acabar por completo con el sentimiento de solidaridad que tenían entre sí los indios del altiplano peruano, y tampoco lo lograron durante los tres siglos del período colonial, durante los cuales las dos clases de población diametralmente opuestas del Perú no se mezclaron más que un poco, y no se fusionaron hasta la época de la República. Es dudoso que la civilización técnica, que no comenzó a invadir el país andino hasta después de algunos decenios, lograse aniquilar jamás estas fuerzas espirituales y vitales propias de los indios. El "renacimiento indio", cuyos iniciadores son sobre todo los mexicanos, no arraigó solamente en la imaginación de los intelectuales románticos.


Continuación

 
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